Ir y volver, siempre el mismo camino. Una y otra vez, repetido hasta la extenuación. Ir y volver, lugares que no nos incumben. Sitios de paso por los que jamás una presencia dejó huella. El mismo camino de ida, el mismo de vuelta. Tú lo reconoces, pero él no se ha fijado en tí.
Hay un ambiente lúgubremente eterno en la temporalidad de los caminos que nos observan.
Ir y volver. ¿Ir para volver? Volver para no hacer nunca nada más en la vida. Siempre hay que ir, pero a dónde. Ir todo el rato, ir todos los días, pero... ¿para qué? Somos tan miserablemente insignificantes que es futil moverse. También lo es quedarse quieto. Por eso vamos y venimos, para engañarnos y no comparecer ante el error que es, en sí, la creencia de existencia. Las cosas desaparecen a cada instante, los pasos quedan atrás a cada momento, nosotros nos evaporamos en cada palabra, en cada pensamiento, en cada paso y en cada silencio. ¿Hay algo? Parece ser que sí, pero...¿dónde? ¿y qué utilidad tiene? ¿Qué me aporta y, lo que es más importante, que le aporto yo?
Frío, calor, inconstancia e indeterminación. Enormes interrogaciones que sólo contienen una pequeña ignorancia sobre lo que es todo este universo. Todo lo que tenemos son resquicios psíquicos de lo que en otro tiempo pasó. A lo largo de la vida iremos echando al recuerdo muchos más escombros. Eso es el presente: una enorme máquina productora de escombros.
Vuela, vuela, todo vuela. Todo se va sin decir adiós. La ventana, el color, los tejados húmedos de invierno, los sueños sempiternos que alguna vez hicimos realidad.
Reivindico el olvido. Me rebelo contra todo recuerdo y diría más, existe una desconocida necesidad de asesinarlo. Es la única forma de mantener la esperanza de que la vida te sorprenda. Si no la vida ya está vivida, la sorpresa ya está dada y la esperanza desesperada.