martes, 18 de noviembre de 2008




A pesar de que la letra de esta canción corresponde a un poema de un escritor al que no admiro demasiado (Antonio Gala), e de decir que Antonio Vega a hecho de ella una melancólica maravilla y una contradicción deliciosa. No dejéis ni de leerla, ni de escucharla.







A trabajos forzados







A trabajos forzados me condena

mi corazón, del que te di la llave.

No quiero yo tormento que se acabe

y de acero reclamo mi cadena.



No concibe mi alma mayor pena

que libertad sin beso que la trabe,

ni castigo concibe menos grave

que una celda de amor contigo llena.



No creo en más infierno que tu ausencia.

Paraíso sin tí, yo lo rechazo.

Que ningún juez declare mi inocencia...

porque en este proceso a largo plazo

buscaré solamente una sentencia:

a cadena perpetua de tu abrazo.



No creo en más infierno que tu ausencia.

Paraíso sin tí, yo lo rechazo.

Que ningún juez declare mi inocencia.

lunes, 10 de noviembre de 2008

Cuando yo...



Cuando yo tenía tres años mi madre yacía postrada en la cama, todas las mañanas, debido a que una muñequita rusa vivía entre sus entrañas (muñequita a la que yo quise llamar Sonia,- como la preciosa novia del gato Isidoro- pero que finalmente fue Jose Luis).



Mi padre trabajaba hasta las 23:00 de la noche en una fábrica oscura llena de arandelas metálicas; y es que aquellos eran los tiempos de crisis vividos con el primer gobierno socialista español.



Yo era pequeña, rubia y de cabellos rizados. Me movía mucho, muchísimo, y paseaba en bicicleta por la terraza de la que fuera la primera casa en la que viví, ubicada en Pajarillos y habitada por ratones (sin diminutivo).


Los recuerdos que tengo de aquella edad son confusos y quién sabe si no reformulados por una mentalidad que intenta guardar recuerdos como se guardan fotografías antiguas. Los recuerdos que tengo son, mas que representacionales, puro sentimiento reconcentrado. En esos tiempos vivía más en mí misma que en nadie, tenía un amigo invisible llamado Julio y unas inmensas ganas de que el fin de semana llegara para agarrar del meñique a mi padre, para que me propusiera sumas imposibles que yo debía resolver; para pasear por Plaza España. A los tres años sufrí mi primer castigo al llamar tonta a una profesora, que acto seguido me puso cara a la pared (¿qué peor castigo hay para un niño que el de no poder ver, oler, tocar, escuchar y hablar?), y mi segundo castigo consecutivo como consecuencia de que mi profesora contara lo sucedido a mi madre. Con tres años cociné por primera vez poniendo agua a unas pastas recién compradas y sosteniéndolas en un radiador caliente por puro aburrimiento. Un día después mi madre descambió las pastas alegando que estaban blandas (y yo, boquita cerrada, curé mi alma gracias al silencio y al escondite). En aquellos tiempos las preguntas eran muchas, las gentes eran amigas, correr no era sancionable y crear era la salvación contra el hastío. En aquellos tiempos me di cuenta de muchas cosas que olvidé pasados los años.




Era un día lluvioso y eran las ocho de la mañana. Mi padre me llevaba a la guardería como cualquier otro día (él entraba a trabajar a las ocho y media). Bajo el paraguas negro con puntas metálicas que agarraba la mano de mi padre (la más fuerte por aquel entonces), yo jugaba con algo complicado de explicar: un juguete de colores que constaba de dos bolas que yo debía chocar para no parar nunca el ritmo. Clás, clás, clás. Mi padre sostuvo el juguete un momento y me dio un beso en la frente, a modo de despedida, a la puerta del jardín de infancia. Yo entré en la guardería. O no. Quizá me quedé en la puerta. En todo caso, no lo recuerdo muy bien. Ipso facto tomé consciencia de la falta de mi artefacto. Salí corriendo a la búsqueda de mi padre, que lo debía tener. Pero ya se había ido. En mi mente no había pasado un segundo, pero mi padre ya había marchado- quizá corriendo- para no llegar tarde al trabajo. Me quedé petrificada, inmóvil, angustiada. Sentí por primera vez el abandono (no premeditado) y tuve miedo. No se si me importaba el juguete; sólo podía pensar en que mi padre ya no estaba. Entré, ahora sí, en la guardería; llorando desesperadamente. No recuerdo más.

Sólo se que a partir de aquel día, cuando marchaba mi madre a hacer las compras pertinentes, me la quedaba mirando desde la ventana del comedor, con la nariz apoyada en el cristal frío, e imaginaba cosas horribles; que la atropellaba un bus, que alguien se la llevaba para siempre... Diez minutos de desconsolada ausencia eran una eternidad. Fui consciente de lo que pueden alargarse los segundos, de la cárcel indispensable que es el tiempo. Había cosas que no podían olvidarse ni mediante el juego, ni mediante nada. Había cosas que tenían que pasar siempre, una y otra vez. Había también cosas que pasarían una sola vez, pero que serían irremediables. El mundo era una constante espera observada desde el cubículo de la indeterminación. Aunque nunca pasó nada, viví con el miedo a ser abandonada desde aquel entonces. Nunca lo he logrado superar, como tampoco he logrado superar mi odio a la espera. Me convertí, desde entonces, en una precipitadora de acontecimientos y en una persona que sufría por el temor, por los temores.
Pero entonces la vida siguió, como lo sigue haciendo ahora mismo. Aunque ya mi padre no fuera el más fuerte. Aunque Sonia no existiera. Aunque Julio se marchara sin decirme adiós.



Ahora tengo la cabeza en otras cosas y, como ya he dicho en otras ocasiones...pienso que pienso menos que antes.

viernes, 7 de noviembre de 2008






"Si Dios no existiera, todo estaría permitido"





Dicen que los chinos no saben hacer contrafácticos. Yo digo que los que los hacemos, no los entendemos bien.



El Gato de Schrödinger yace medio vivo medio muerto en su caja de zapatos cuántica.



Laura ve pasar un tren, desde un marco de referencia de otro tren, y calcula que la velocidad a la que viaja delante de ella, es de 240kms./hora. El campesino que hara la tierra frente a las vías ve, con cierto hastío y cierto enfado, que el AVE viaja a tan sólo 120kms/hora en el tramo de vía (antes un trozo más de su tierra) que le fue embargado.



Dios juega a los dados en un casino cuántico de magnitudes microscópicas.



Tu reloj se ha atrasado con respecto al mío unas milésimas de segundo (¿recuerdas cuando los pusimos en hora a la par?) tras tu viaje al espacio (te alejaste demasiado; luego volviste).



Y más cosas...muchas más.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Coches y cosas


Cuando el coche blanco decidió dejar en la carretera su imprescindible vía de escape yo pensaba que atarla humildemente con aquella bolsa de súper sería una malísima idea. Imaginaba yo el coche rodando sólo a 30 y dejándose vencer por el elemento más caliente que nos dio la madre naturaleza. Tú y yo dentro, por supuesto, -cubiertos en llamas- expiraríamos nuestras últimas palabras resignadas y llenas de lo que nunca pudo llegar a ser. Nada de esto sucedió, aunque diversos acontecimientos nos pusieron de manifiesto que atar las cosas provisionalmente no era una solución viable cuando la pretensión es avanzar.

Hubo más coches después, coches que tuvieron una leve relación con el devenir de nuestras vidas y, en los cuales, no pude dejar de sentir el miedo atroz a la insignificancia del horizonte y a la importancia letal del instante. En la oscuridad, mientras escuchábamos cómo los cuerpos secretos estadounidenses realizaban atroces experimentos en los 60 para probar la (in)eficacia real del LSD, apareció ante la corta luz que emanábamos un jabalí. Nos miraba fijamente con los ojos rojos de pánico. Su cuerpo erguido, paralizado; su cabeza tornada hacia el lugar que efímeramente ocupábamos. Vuelta de volante y posterior desaparición, nunca supe que sucedió después con aquel animal perdido. Pero mi corazón se hizo un instante más pequeño. Y así sucesivamente con cada susto, con cada mal arte, con cada fracaso y con cada aparición inesperada de lo que fuera. Soy pucelana, lo siento, allí todos somos neofóbicos por naturaleza. Ante la no posibilidad de ser correspondidos por nuestro amor a lo nuevo, cogimos fobia y no la volvimos nunca a soltar. Quizá aprendimos antes que ningunos (o quizá después de los rusos) que la novedad, como dice Nacho Vegas, era sólo un olvido. O quizá tan sólo nos lo quisimos creer y dejamos yerma la ciudad.

El último coche, del que ya he hablado en este lugar, fue un ol`55 que condujo primero Tom Waits y que luego nos condujo a nosotros. No se si, al igual que él, viajamos con Lady Luck; lo único que siento es que, tras tanto ajetreo, puedo decir que el camino está libre de coches y camiones. De tanto en cuanto escucho el traquetreo del gastado cigüenal. Pero eso ya no importa cuando tampoco lo hace el que Dios esté, o no, de nuestra parte. Y es que, si no está de nuestra parte...¿de qué parte está?

Si somos espíritu santo o somos mandarinas es algo que ya descubriste hace tiempo (cada cual que lo reflexione en su casa). También entendiste la misticidad de una sopa y el horror que provoca una tortilla enmascarada. Aprendiste a tocar la armónica como los que peor la tocan y entendiste que la lectura entre líneas (o entre segmentos, o entre posiciones y momentos) era lo único válido con lo que te querías quedar. Me sumé a tu filosofía y ya nunca más encontramos la intersección. O nos anulan o nos agregan; pero que no nos disuelvan, que eso ya sólo está en nuestras manos...y en las del que tuvo las narices de ser creador.

lunes, 3 de noviembre de 2008

über

" Negar el mérito, pero hacer lo que está por encima de toda alabanza, incluso por encima de toda explicación" Nietzsche







Hace mucho tiempo fui otra persona. Hoy, über mí misma, soy la otra y otra más. De “media Verónica” a “It seems so long ago, Nancy” algo ha acaecido sin darme cuenta. Algo se ha quedado, algo ha venido y alguna otra cosa se ha marchado. Y sin atreverme demasiado a realizar conjeturas, a formular hipótesis o a utilizar telemaquias que obscuricen y obstaculicen mi propio cometido (que no es), pienso (ya menos que antes) que respiro aire, más que fresco, frío.
Porque allá se que está helando, pero aquí dentro la escarcha se queda entre los dedos como gota que ama la cueva helada.


Si mirara a través de mi piedra semipreciosa quizá entreviese la casa del misterio (esa de la cual sólo una es habitante). Pero no tengo piedra y mi casa es fría, muy fría. Las nubes se ciernen amenazantes sobre los muebles, grises e impladas. Suenan gotas en la otra habitación... No hay más misterio que el del sufrir porque así lo he querido. No hay enigma. Nada lo es.


Hace no tanto tiempo cuando digo “hace mucho”, fui otra persona. Pero ahora sólo siento la humedad de la mejilla cuando llega el despertar, la reminiscencia templada del que ya no está, la niña que llora cuando yo no la veo. Siento a Dios quedarse dormido en todas y cada una de las partes que observo, que oigo, que siento. Y parece que da igual el tiempo en el que me halle: siempre hay que caminar.


Cuando fuimos menos viejos caminar era aventura. Cuando crecimos un poco se convirtió en un buscar. Y ahora que somos viejos, aunque aun no lo creemos, se hace pesada la carga de unos pies que no pueden dejar de marchar hacia delante...o hacia donde sea.


Sobre lo que fui nada hay que decir que no se sepa. Sobre lo que soy nada hay que callar... porque es pasmosa la transparencia de todo aquel que camina. Pasmosa.